El
roce de las páginas de un libro que se hojea modela una mujer
hermosa, y cuando no se lee se contempla esa mujer con tristeza. Sin
osar hablarle, sin osar decirle que es tan hermosa, que estar con
ella no tiene precio, que cuando pasa imperceptible entre un murmullo
de flores, la envidian. A veces se da una vuelta en las temporadas
impresas para preguntarme la hora, o quizás finge contemplar
atentamente mis reliquias de un modo insólito en criaturas humanas
alguna.
Y el
mundo muere en rupturas, se produce en los anillos de aire una herida
a nivel corazón.
Y los
diarios matutinos traen fotos de cantantes cuyas voces tienen el
color de la arena en orillas tiernas y peligrosas.
Y a
veces el vespertino dejan paso libre a cumplidas muchachitas que
conducen fieras encadenadas.
Pero
lo mejor está en el intervalo de ciertas letras, donde manos más
blancas que el cuerno de las estrellas a mediodía, saquean un nido
de golondrinas a fin de que llueva para siempre bajo, tan bajo que
las alas no puedan entremezclarse. Manos por las que se asciende
hasta brazos, tan levemente, como el vapor de los prados en sus
graciosas volutas sobre los charcos, unos espejos imperfectos. Brazos
que sólo se articulan al peligro excepcional de un cuerpo creado
para el amor, cuyo vientre llama a los suspiros desprendidos de las
zarzas llenas de velos.
Y que
sólo tiene de terrestre la inmensa verdad del hielo, de los trineos,
de las miradas sobre una extensión absolutamente blanca, de lo que
no veré nunca más a causa de una venda maravillosa...
...que
es la que utilizo jugando al gallo ciego de las heridas...
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